jueves, 21 de abril de 2016

YO NO LLORO

Ya no lloro, a no ser que algo me duela mucho, muchísimo y no en la parte orgánica, sino en esa zona donde se esconden los sentimientos. Y sacar el dolor de esa parte tan íntima, y hacerlo delante de personas desconocidas que te escuchan en silencio asintiendo con la cabeza y mirándote a los ojos cuando ya no eres capaz de tragar más lágrimas, es como desnudarte en un teatro lleno de gente que te observa en silencio. A  veces no queda más remedio que girar la cabeza y perder tu mirada en una ventana con cristal salpicado en lluvia, como si ahí fuera estuviera la solución a tu desesperación, como si de esa forma le dieras a tu oyente una tregua más necesaria para él que para tí. Y te mira, juntando sus manos delante de la boca, quizás para callar lo que piensa, quizás intentando buscar una respuesta al por qué no lo ayudan, o quizás para..., ya ni lo sé.
Ayer conté su historia, su periplo sin fin de una pesadilla ralentizada por la falta de empatía. Allí estaba yo y allí estaba él pidiéndome que continuara, que le contase toda la historia hasta el aún innato final. No tenía prisa, eso me sorprendió ya que acostumbran a poner el punto y final ignorando el agotador tiempo de dolor. Pero no fue así, mantuvo un tono pausado, reconfortante, casi gritando en silencio un "cómo me duele tu dolor". Y son mis lágrimas, pero el dolor es el de mi hijo, yo lo vivo con él, me duele todo mi hijo, todo lo que él significa para mí, todo y cada uno de sus momentos. Ayer por la noche me dijo: "mamá, si no aguanto el dolor más, llévame al hospital, por favor". ¿Hasta dónde le tiene que doler a un niño para que haga tal petición?. Pues hasta el "ya no puedo más", y lo entiendo. La capacidad de resistencia, de contención, de gestión de su dolor es algo que me asombra, me sorprende, me mata...
Sus doce años le convierten en un adulto envejecido a pesar de tener su piel tersa y de abrazarme apretando sus brazos con una fuerza de juventud malherida, con un "saber estar" que suma a su mérito y a su vida,  puntos de mi admiración.
Yo no suelo llorar, pero debo reconocer que el dolor de mi hijo consigue revolver mi interior, consigue sacar de la profundidad la astilla que se me clava y dejarla a ras de piel, llega a la parte más honda del pozo de mis lágrimas y saca todo a la superficie. A mi hijo le duele su dolor, a mí me duele su sufrimiento, la duda, la impotencia, el miedo, el trato injusto, la sospecha y la desidia. Yo no suelo llorar, y seguro que lo volveré a hacer, pero lloraré mientras lucho con y por él, que nadie dude de nuestra fuerza.
 Buena noche, o lo que sea esto.