Ayer conté su historia, su periplo sin fin de una pesadilla ralentizada por la falta de empatía. Allí estaba yo y allí estaba él pidiéndome que continuara, que le contase toda la historia hasta el aún innato final. No tenía prisa, eso me sorprendió ya que acostumbran a poner el punto y final ignorando el agotador tiempo de dolor. Pero no fue así, mantuvo un tono pausado, reconfortante, casi gritando en silencio un "cómo me duele tu dolor". Y son mis lágrimas, pero el dolor es el de mi hijo, yo lo vivo con él, me duele todo mi hijo, todo lo que él significa para mí, todo y cada uno de sus momentos. Ayer por la noche me dijo: "mamá, si no aguanto el dolor más, llévame al hospital, por favor". ¿Hasta dónde le tiene que doler a un niño para que haga tal petición?. Pues hasta el "ya no puedo más", y lo entiendo. La capacidad de resistencia, de contención, de gestión de su dolor es algo que me asombra, me sorprende, me mata...
Sus doce años le convierten en un adulto envejecido a pesar de tener su piel tersa y de abrazarme apretando sus brazos con una fuerza de juventud malherida, con un "saber estar" que suma a su mérito y a su vida, puntos de mi admiración.
Yo no suelo llorar, pero debo reconocer que el dolor de mi hijo consigue revolver mi interior, consigue sacar de la profundidad la astilla que se me clava y dejarla a ras de piel, llega a la parte más honda del pozo de mis lágrimas y saca todo a la superficie. A mi hijo le duele su dolor, a mí me duele su sufrimiento, la duda, la impotencia, el miedo, el trato injusto, la sospecha y la desidia. Yo no suelo llorar, y seguro que lo volveré a hacer, pero lloraré mientras lucho con y por él, que nadie dude de nuestra fuerza.
Buena noche, o lo que sea esto.